Los dictámenes son una arma de dos filos, porque puedes sentirte un adonis de la ciencia y el verbo, o puedes sentirte como Quasimodo cuando ves, desde lo alto de Notre Dame, que Esmeralda (la obra que deseas publicar en este caso) es asesinada y al no poder replicar al dictaminador y creer que no tienes tiempo para salvarla (seguimos hablando de la obra), tu alma se entristece y decide morir junto a ella después de querer asesinar al cruel archidiácono que la asesinó. Y es que recibes el dictámen y dejando a un lado las cosas positivas (para ser más dramático), el problema de la subversión académica es que te conviertes en lo que eres. En efecto, cuando crees haber escrito la octava maravilla del mundo --o sea, en términos figurativos, porque sinceraemnte no lo creo--, los dictaminadores terminan por describirte subjetivamente y consideran tu trabajo deleznable y poco o nada novedoso, a pesar de que en sus propias palabras consideran de forma ambigua que tu trabajo no es como debe
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