“Metabolism, he reflected, is a burning process, an active furnace. When it ceases to function, life is over. They must be wrong about hell, he said to himself. Hell is cold; everything there is cold. The body means weight and heat; now weight is a force which I am succumbing to, and heat, my heat, is slipping away. And, unless I become reborn, it will never return. This is the destiny of the universe. So at least I won’t be alone.”
― Philip K. Dick, Ubik
De cuando uno se siente ubicuo
Desde
pequeño vi cosas raras o que un niño no debería ver o ahora, a sus 30 años,
piensa que no debió ver. Una de las cosas que más me ha impactado a juzgar por
la descripción que Rebeca hizo de mi, quien asegura que llegué pálido y
temblando a la casa, fue la vez que vi a un señor revolcándose en el pavimento,
cubierto de sangre, y a una señora gritando que llamaran a la policía. Yo salía
de la primaria Emiliano Zapata en la colonia la Perla, en Nezahualcóyotl. La
escuela está ubicada en una gran manzana donde lo mismo están dos escuelas más,
que un depósito de cadáveres, una “judicial”, un reclusorio, la Cruz Roja, e
mercado 23 de abril, un jardín de niños, la CONASUPO, la Iglesia San Vicente de
Paul y como para hacer aun más bizarro el entorno, un gimnasio con alberca y
frontón. Pues imagínense ir tan inmersos en su mundo infantil que no escuchen
nada más que su propia cabeza. Así iba yo cuando comencé a ver que una
muchedumbre hacía bulla entre Canelos y Calambucos, y como buen infante, curioso
y morboso, pues me animé a meterme entre las personas para luego de 1 minuto,
arrepentirme. Y es que rodeado por una serie de espectadores que murmuraban
entre sí, yacía un señor que se quejaba y revolcaba de dolor. Yo pensé que lo
habían atropellado pero me llamaba la atención que la sangre que cubría su
cuerpo estaba muy focalizada y sus brazos y cara no se veían lastimados.
Además, que una señora que remataba la escena, pidiera a la policía y no a la
ambulancia, me parecía muy sospechoso.
Fíjense cómo
son las cosas de la ubicuidad. Tuve la suerte de reconstruir la historia, sin
ser parte de ella más que como observador, muy en la onda Forrest Gump, porque
de hecho tampoco es que intenté reconstruirla, a pesar de que luego de uno o
dos minutos que estuve de morboso, mi lado maduro y prudente, me invitó a
alejarme de la escena, me dijo algo así como “¡ya vete a la casa! ¿qué haces
aquí?”.
Para no
hacer el cuento más largo de lo que de hecho seguramente fue, resulta que 8
meses atrás acompañaba a mi mamá al tianguis que se pone en la Escondida, enfrente
de la clínica 78 del IMSS, al cual me gustaba ir porque en el Mercado vendían
un Tepache buenísimo, el cual conocía porque dos o tres días a la semana solía
ir con los compas de los Lobos Neza, las fuerzas básicas de lo que eran los
Toros Neza. Como entrenábamos en las canchas del deportivo Parque del Pueblo,
luego de terminar el entrenamiento y no sentir los pies, un Tepache bien frío y
sabroso, te refrescaba infinitamente.
El caso es
que luego de cruzar Carmelo Pérez para sumergirnos en las lonas de colores de
aquel tianguis sabatino, de entre los cientos de figuras que se postraban a
nuestros ojos, vimos que habían atropellado a unas personas, a quienes por
infortunio, logré ver tendidos en el asfalto, sufriendo y gimiendo de dolor, y
es que dada mi estatura podía ver entre las piernas de la gente y los puestos
del mercado callejero, a pesar de que mi mamá me llevó por otro lado
precisamente para evitar el impacto visual.
Ecco. Hasta
ahí nada curioso. Un hecho aislado de atropellamiento, por demás lamentable, en
una ciudad que para entonces habrá tenido entre 18 y 20 millones de ánimas.
Luego del
incidente del tianguis, meses después, no sabía en realidad cuánto tiempo había
pasado aunque estoy seguro que fueron aproximadamente dos semanas después de
que viera al señor sangrando cuando salía de la escuela, en otro hecho fortuito
y dado que mi hermana solía escuchar el programa radiofónico de Tomás Mojarro, reunidos
en el comedor, desayunando, y escuchando de fondo el programa del “valedor”,
una historia me llamó la atención al igual que a toda mi familia.
Resulta que
Tomás decidió platicar sobre la historia de un borracho que paseaba por la
Avenida Carmelo Pérez, en Ciudad Nezahualcóyotl, recién salido de la pachanga,
cuando imprudencialmente se pasó un alto en la Escondida, y barrió con una
familia que cruzaba la avenida, cuyo integrante más jóven, un bebé a penas,
falleció. El hombre fue detenido y mandado a la prisión local. Considerado el
daño o delito no grave o menor, le esperaban sólo 8 meses en la cárcel. ¡Cómo
sería la rabia de la madre del bebé y su impotencia y dolor ante los hechos,
que esperó el día preciso en que el hombre habría de ser puesto en libertad
para vaciarle un revolver como para descargar en su cuerpo su furia y angustia y
así, vaciándolo, querer llenar su cuerpo triste con algo más que dolor. El
hombre había sido baleado saliendo del reclusorio de La Perla dos semanas antes
de que Mojarro contara la historia.
Aquel día,
el hombre falleció. Más o menos dos semanas después, y por azares de la
coincidencia, un niño de aproximadamente 10 años fue concedido con el don de la
ubicuidad, como en un guiño que le decía: ¡no es fácil! ¿verdad?
No, no es
fácil y es por demás curioso estar en tres momentos diferentes a la vez,
totalmente inconexos, que relacionan una serie de eventos desafortunados,
siendo que como el lector podrá adivinar, ni lejanamente había conexión entre
el observador y los participantes. ¡Vaya! Ni siquiera una relación etnográfica
como la que tendría un antropólogo con su objeto de estudio (que no es objeto
¿o si?).
Pero los
casos de ubicuidad tampoco es que sean tantos. No obstante, en un pequeño
periodo de mi infancia, hubo suerte para ciertas cosas. Hubo suerte, por ejemplo,
para escuchar un coche frenando de emergencia para evitar atropellar a un
ciclista. El sonido del derrapón fue tan intenso que luego de haber cruzado la
avenida todos mis amigos y yo, quienes íbamos al Parque del Pueblo (que ya no
es parque, es Zoológico) a entrenar fútbol, volteamos sin pensarlo para ver qué
era y todos comenzamos a ver la escena en el momento preciso en que el taxi
impactaba al ciclista, el señor que conducía la bici volaba por encima del
automóvil y caía detrás del mismo, la bici salía disparada como 20 metros por
delante del taxi y luego de un titubeo, el taxista se daba a la fuga.
Desde
pequeño vi cosas raras o que un niño no debería ver o ahora, a sus 30 años,
piensa que no debió ver. Una de las cosas que más me ha impactado a juzgar por
la descripción que Rebeca hizo de mi, quien asegura que llegué pálido y
temblando a la casa, fue la vez que vi a un señor revolcándose en el pavimento,
cubierto de sangre, y a una señora gritando que llamaran a la policía. Yo salía
de la primaria Emiliano Zapata en la colonia la Perla, en Nezahualcóyotl. La
escuela está ubicada en una gran manzana donde lo mismo están dos escuelas más,
que un depósito de cadáveres, una “judicial”, un reclusorio, la Cruz Roja, e
mercado 23 de abril, un jardín de niños, la CONASUPO, la Iglesia San Vicente de
Paul y como para hacer aun más bizarro el entorno, un gimnasio con alberca y
frontón. Pues imagínense ir tan inmersos en su mundo infantil que no escuchen
nada más que su propia cabeza. Así iba yo cuando comencé a ver que una
muchedumbre hacía bulla entre Canelos y Calambucos, y como buen infante, curioso
y morboso, pues me animé a meterme entre las personas para luego de 1 minuto,
arrepentirme. Y es que rodeado por una serie de espectadores que murmuraban
entre sí, yacía un señor que se quejaba y revolcaba de dolor. Yo pensé que lo
habían atropellado pero me llamaba la atención que la sangre que cubría su
cuerpo estaba muy focalizada y sus brazos y cara no se veían lastimados.
Además, que una señora que remataba la escena, pidiera a la policía y no a la
ambulancia, me parecía muy sospechoso.
Fíjense cómo
son las cosas de la ubicuidad. Tuve la suerte de reconstruir la historia, sin
ser parte de ella más que como observador, muy en la onda Forrest Gump, porque
de hecho tampoco es que intenté reconstruirla, a pesar de que luego de uno o
dos minutos que estuve de morboso, mi lado maduro y prudente, me invitó a
alejarme de la escena, me dijo algo así como “¡ya vete a la casa! ¿qué haces
aquí?”.
Para no
hacer el cuento más largo de lo que de hecho seguramente fue, resulta que 8
meses atrás acompañaba a mi mamá al tianguis que se pone en la Escondida, enfrente
de la clínica 78 del IMSS, al cual me gustaba ir porque en el Mercado vendían
un Tepache buenísimo, el cual conocía porque dos o tres días a la semana solía
ir con los compas de los Lobos Neza, las fuerzas básicas de lo que eran los
Toros Neza. Como entrenábamos en las canchas del deportivo Parque del Pueblo,
luego de terminar el entrenamiento y no sentir los pies, un Tepache bien frío y
sabroso, te refrescaba infinitamente.
El caso es
que luego de cruzar Carmelo Pérez para sumergirnos en las lonas de colores de
aquel tianguis sabatino, de entre los cientos de figuras que se postraban a
nuestros ojos, vimos que habían atropellado a unas personas, a quienes por
infortunio, logré ver tendidos en el asfalto, sufriendo y gimiendo de dolor, y
es que dada mi estatura podía ver entre las piernas de la gente y los puestos
del mercado callejero, a pesar de que mi mamá me llevó por otro lado
precisamente para evitar el impacto visual.
Ecco. Hasta
ahí nada curioso. Un hecho aislado de atropellamiento, por demás lamentable, en
una ciudad que para entonces habrá tenido entre 18 y 20 millones de ánimas.
Luego del
incidente del tianguis, meses después, no sabía en realidad cuánto tiempo había
pasado aunque estoy seguro que fueron aproximadamente dos semanas después de
que viera al señor sangrando cuando salía de la escuela, en otro hecho fortuito
y dado que mi hermana solía escuchar el programa radiofónico de Tomás Mojarro, reunidos
en el comedor, desayunando, y escuchando de fondo el programa del “valedor”,
una historia me llamó la atención al igual que a toda mi familia.
Resulta que
Tomás decidió platicar sobre la historia de un borracho que paseaba por la
Avenida Carmelo Pérez, en Ciudad Nezahualcóyotl, recién salido de la pachanga,
cuando imprudencialmente se pasó un alto en la Escondida, y barrió con una
familia que cruzaba la avenida, cuyo integrante más jóven, un bebé a penas,
falleció. El hombre fue detenido y mandado a la prisión local. Considerado el
daño o delito no grave o menor, le esperaban sólo 8 meses en la cárcel. ¡Cómo
sería la rabia de la madre del bebé y su impotencia y dolor ante los hechos,
que esperó el día preciso en que el hombre habría de ser puesto en libertad
para vaciarle un revolver como para descargar en su cuerpo su furia y angustia y
así, vaciándolo, querer llenar su cuerpo triste con algo más que dolor. El
hombre había sido baleado saliendo del reclusorio de La Perla dos semanas antes
de que Mojarro contara la historia.
Aquel día,
el hombre falleció. Más o menos dos semanas después, y por azares de la
coincidencia, un niño de aproximadamente 10 años fue concedido con el don de la
ubicuidad, como en un guiño que le decía: ¡no es fácil! ¿verdad?
No, no es
fácil y es por demás curioso estar en tres momentos diferentes a la vez,
totalmente inconexos, que relacionan una serie de eventos desafortunados,
siendo que como el lector podrá adivinar, ni lejanamente había conexión entre
el observador y los participantes. ¡Vaya! Ni siquiera una relación etnográfica
como la que tendría un antropólogo con su objeto de estudio (que no es objeto
¿o si?).
Pero los
casos de ubicuidad tampoco es que sean tantos. No obstante, en un pequeño
periodo de mi infancia, hubo suerte para ciertas cosas. Hubo suerte, por ejemplo,
para escuchar un coche frenando de emergencia para evitar atropellar a un
ciclista. El sonido del derrapón fue tan intenso que luego de haber cruzado la
avenida todos mis amigos y yo, quienes íbamos al Parque del Pueblo (que ya no
es parque, es Zoológico) a entrenar fútbol, volteamos sin pensarlo para ver qué
era y todos comenzamos a ver la escena en el momento preciso en que el taxi
impactaba al ciclista, el señor que conducía la bici volaba por encima del
automóvil y caía detrás del mismo, la bici salía disparada como 20 metros por
delante del taxi y luego de un titubeo, el taxista se daba a la fuga.
[continuará...]
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