Era un desierto.
Por las mañanas salíamos vestidos con abrigos invernales. Al mediodía el abrigo se abandonaba en el escritorio godín o el banquillo maquilero.
Sudábamos la torta de tamal o los chilaquiles con huevo con ese calor seco que abrasaba el pavimento liberando el olor tóxico y penetrante del chapopote.
La Fractura de Verano cambió nuestra rutina. El abrigo lo cambiamos por una capa impermeable y un casco con máscara antimosquitos. El dengue asoló la ciudad. La Gran Inundación dejó la mitad de la ciudad sumergida por cuatro largos meses. El olor del chapopote se convirtió en olor putrefacto de agua estancada. Las pulgas de agua y los renacuajos asombraron a quienes nunca conocieron la periferia en los ochenta.
Las botas de hule ya no eran objetos de moda sino accesorios para evitar una infección en la piel o evitar el reumatismo. Los niños se divirtieron jugando a los piratas o la isla secreta, usando basura para construir mini fuertes entre los charcos más someros. Mientras los niños jugaban, los adultos perdían sus sueños. La ciudad les había arrebatado lo poco que otrora las había dado.
La Fractura nos cambió para siempre. Era 19 de septiembre. Otra vez. El huracán Wanda era el último de la temporada. Llovió muchísimo ese mes pero salvo algunas inundaciones menores en Tabasco y Veracruz, se podría haber dicho que la libramos como cualquier otra temporada de lluvias.
Ese día del 19, como todos los años, volveríamos a conmemorar los fátidicos diecinueves de septiembres mexicanos. Dos terremotos habían unido y al mismo tiempo desolado el centro de México. La alerta sísmica era como un martillo que golpeaba fuerte en el corazón, un gatillo que detonaba los más amargos sabores en la lengua seca y rasposa de quienes llegaron a ver edificios caer. Una cubeta de agua que caía sobre el cuerpo y los despertaba de su letargo diario para ponerlo en alerta máxima ante cualquier eventualidad. Dicen que las coincidencias son azarosas. Dicen que una coincidencia es común y corriente, dicen que no puede haber dos coincidencias porque entonces ya no son coincidencias. Ese día fue como jugar ruleta y apostar al número 19. Una vez la bola cayó en el número funesto, en 1985. Suerte. Dos veces la bola cayó en el número funesto, en 2017. Coincidencia. Cuando la bola cae tres veces en el número funesto, y además a las 07:17:49, ya no puede ser ni suerte ni coincidencia, es una maldición que tenían que sufrir los chilangos por empeñarse a vivir en ese desierto urbano. Y sí, el 19 de septiembre, a las 07:17:49, un temblor sacudió la ciudad. Un golpe seco, un sonido aterrador. Diez segundos. El lecho seco del antiguo lago se colapsó. Ese día la alerta no sonó.
Lago Nabor Carrillo, Rafael Saldaña, (CC BY 2.0),
https://www.flickr.com/photos/ikarusmedia/48575593431/
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