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Parte 2: –Necesito un ubik. –¿Un uber? –¿Un qué?

Salí de mi casa casi sin saber lo que hacía. Me dirigí a la parada del autobús. Esperé unos quince minutos y el camión no pasaba. Me sentí muy viejo en aquel momento. Pensé que mi vida me aplastaba. Miré mi reflejo en el parabús y me vi encorvado, enjuto y más viejo de lo que me recordaba a penas una hora antes. Vi el pedazo de ciudad que se me ponía enfrente, raído, gris, resquebrajado. Todo de pronto parecía más viejo y más lóbrego. Atardecía pero el cielo estaba nublado y no dejaba pasar la dorada luz del Sol que momentáneamente colorea la Tierra haciéndola brillar. Y entonces todo parecía una amalgama de trozos sin sentido mal pegados, jirones de historia que parecían vestir la ciudad, se postraban hediondos a todos mi sentidos; sentí náuseas. Me miré las manos arrugadas y viejas que enjugaban mi cara sudorosa. Hacía calor. Me derretía. Todo parecía morir frente a mis ojos. Se morían como se caen las hojas de los árboles, como se mueren los octagenarios, todo parecía pudrirse frente a mi, tan pronto como el Sol mismo se ocultaba en un horizonte que no veía porque estaba cubierto de bloques de edificios lúgubres en donde comenzaban a aparecer lucecitas ténues que parecían escapar de entre las ventanas.

Pensé en Philip K. Dick, y mirando al cielo, solté unas palabras al aire: —Necesito un ubik. Sin percatarme que mientras yo me hundía en un hoyo sin sentido y sin fondo, una persona se había acercado a la parada del camión, me espanté cuando me dijo: ¿Un Uber? No tenía idea de lo me preguntó. Ensimismado aun, y dando un brinco de sorpresa al ver una persona parada a mi lado, pronunciando la palabra alemana «über» como si se tratara de un sustantivo y no de una preposición o un sufijo, mi mirada se clavó en lo ojos de aquel jóven de piel tersa, ojos vívidos e inquietos, con sonrisa franca que me causaba fastidio, y un cuerpo envidiable a juzgar por sus hombros protuberantes, brazos gruesos, y el ridículo pantalón pegado a su piel que ensalzaba la forma de sus fornidas piernas.

Con desdén a sus palabras y de forma odiosa, mirándolo casi de soslayo, le pregunté: —¿un qué?

—¿Un Uber?— el joven repitió.
—Se dice «iuba» —repliqué.
—Bueno, ¿quiere un «iuba»? —me contestó, casi burlonamente, sin dejar de sonreir.
—No gracias, no, no quiero— contesté, pero la verdad es que no sabía qué estaba pasando, ¿había perdido la cabeza?
—¿Se encuentra bien? He notado desde mi local, allá enfrente —me señaló un puesto de tacos— que lleva ya mucho esperando. No creo que pase pronto el camión; creo que hubo un bloqueo, lo acabo de ver en el tuiter, o como los british le dicen, el «tuita». Por acá viven muchos de esos. También he visto muchos gringos, pero esos le dicen «tuirer». Usted, por qué le dice «iuba» al uber, ¿de dónde es, don?
—Si, estoy bien —contesté con un poco de hartazgo. Su parábola sobre la red social del pajarito me hizo perder el hilo de mis propios pensamientos.
—Por esto preguntaba lo del Uber, o «iuba» o como se diga, quizá la convenga. Usted es el antropólogo, ¿no? Sí lo ubico, siempre pasa a comerse sus tacos de birria con mi compa Gustavo. O sea, no lo culpo, le quedan re buenos, pero nunca se acerca a mi local, ¡oiga! ¿No le gusta la tripa? Sin albur.


Exasperado, vi mi reloj y eran ya las 8:00PM. El gris se había tornado en negro. El cielo se apagó y la noche había caído. ¿Acaso un jovencito de la calle me estaba queriendo ayudar y además me estaba albureando? Inaceptable. No había respeto.

—La próxima vez iré a tu local. Si me permites, ahora tomaré un taxi a la vuelta, he visto ya varios pasar. Con permiso.
—Fíjese bien no más, la mayoría de los taxis que pasan por aquí, pasan ocupados a esta hora y más cuando hay bloqueos. Yo le recomiendo un Uber, igual le toque esperar un poquito pero es más seguro y hay varios en la zona.
—Sí, sí, gracias. — ignoré las palabras del joven y caminé a la esquina más próxima y casi con premura caminé a mi casa. Tenía miedo de estar afuera.


En ese momento necesitaba casi compulsivamente aquella sustancia ficticia que Joe Chip consumía para no morir, necesitaba Ubik. Soñé despierto en la posibilidad de tener una fuente de la eterna juventud, o en realidad una fuente de regeneración de la juventud porque sentí haberla perdido en menos de 24 horas.


Me sentí más viejo que nunca. Regresé a mi departamento. Llamé por teléfono y cancelé mi cita. La ironía era estar desubicado y querer rociarme de ubik, ignorar qué es un «Uber» y sentir que el Übermench que creí que era, conquistando jovencitas en la escuela y pavoneándome altivo como profesor de antropología, nunca existió. Vivía en dos planos de la existencia: entre mi vejez y la juvented que de pronto me dijo adiós.

***

Días más tarde, saliendo de una fiesta, uno de mis amigos ofreció el taxi. Me vio hacer señas a los coches que pasaban y me dijo que solicitaría un Uber. Al principio me imaginé en una especie de mala pesadilla mundana, pero la humildad que nunca tuve, afloró. Pregunté tímidamente qué era un Uber y mi amigo me cabuleó por no saber. Finalmente supe que era un taxi que se pide por medio de unap. No quise continuar la charla. Entendí que Uber es un servicio de taxi y con eso bastaba. Me sentí más viejo aun, quizá hasta frágil. Por primera vez el futuro me dio miedo. ¿Qué demonios era «unap»? Al llegar a mi casa, prendí mi computadora y busqué, con y sin diéresis, «uber». Desde entonces, nó sólo me odio a mí mismo, ahora también odio las computadores, los teléfonos celulares, los anglicismos, las abreviaturas, la tecnología del siglo XXI, pero sobre todo me pareció ofensivo que las nenas con quienes compartí mi cama nunca me actualizaron sobre todas estas cosas. Supongo que también las odio.

Ollin

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