Sebastián cantaba solo en un vagón de tren. Llevaba un morralito donde guardaba sus pocas pertenencias. Sacó una harmónica y empezó a tocar. En aquel lóbrego vagón, con aquel ruido incesante que producía el tren, Sebastían cantaba a ratos y a ratos tocaba. Iba solo, estaba solo, sólo él y su harmónica y su morralito y unos costales viejos y malolientes que se acurrucaban en una esquina de aquel carro nostálgico. Era de noche y Sebastián miraba el paisaje que se dibujaba cada momento, sin perder de vista la silueta escalofriante de los árboles que pasaban a toda velocidad. La tímida luna nueva permitía que las estrellas refulgieran intensamente. De pronto, entre los costales, un conejo se asomó y vio a Sebastián. Luego una rata y un gato salieron de otro lado. Y los tres animales se miraron y miraron la triste figura humana. Se acercaron a ella. Sebastían yacía en la orilla del vagón, su mirada estaba perdida en lontananza, como pensando que las estrellas sucumbirían ante el suave murmullo de su voz y la harmónica. El gato maulló y Sebastián lo ignoró. Entonces los tres animales decidieron hacerle compañia al hombre posándose a su lado. Y él, metiendo la harmónica en su morral, comenzó a acariciar a los animales y cantando, soltó un carcajada y luego comenzó a llorar y a sumirse profundamente en un sueño del que jamás despertaría.
Era la ENAH. Se reconocía fácilmente por su media luna y su auditorio. El auditorio cada día se me figuraba más a la parroquia de San Vicente de Paul en La Perla. En esa ocasión había un evento de feministas que repartían volantes a la salida del edificio principal. En el lagartijero había una congregación de alumnas que exigían un alto al acoso. Entre las escaleras y la entrada principal había una fiesta que parecía rave entre los puestos de garnachas que alimentaban a los estudiantes. El patio central del edificio principal, no era más que una extensión de ese pasillo largo que todos los días tenía cruzaba para dar clases. Bajando la escaleras la vi recargada en el pasamanos. Cuando me vio se espantó. Quise saludarla por instinto, pero sus gestos me hicieron pensar que quería estar lo más lejos de mi. Lucía pálida y vieja. Usaba peluca. Finalmente huyó de mí hacia los puestos de garnachas y yo fingí no conocerla. Era la primera vez en casi dos décadas que no la veía. De regreso a la
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