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Reflexión sobre la felicidad y la estupidez

Un pequeño error puede convertir un momento de felicidad, único y hermoso, en una tragedia. No necesariamente una tragedia humana irreparable, que también ocurren.
Recuerdo, por ejemplo, el día de terror en que pensé que acabaría acuchillado en un bar a las afueras de Palenque. Éramos jóvenes, no recuerdo el año. Salimos de la ciudad de México rumbo a Palenque con la intención de tomar un colectivo hacia la frontera con Guatemala y como buenos jóvenes arqueólogos en formación, conocer uno de los sitios más impresionantes que existen en el mundo: Tikal. Pero llegamos a Palenque y no había colectivos. Los choferes que llegaban a Bonampak y al puerto en el río Usumacinta desde donde tomaríamos el bote hacia frontera Corozal en Guatemala, estaban en huelga. Decidimos visitar Palenque y sus alrededores, y así como llegamos, fuimos a la zona arqueológica homónima. Nos la pasamos muy bien. Corrimos, gritamos, nos tomamos fotos, caminamos, disfrutamos. Esa noche salimos a tomar unas chelas, y al calor de las mismas, continuamos la fiesta afuera del hotel.
Esa noche, una parte del grupo, de la que yo mismo era parte, conocimos a un par de pescadores que nos invitaron al río Chacamax a una suerte de picnic y aceptamos ir con ellos. Invitamos a los demás pero decidieron no ir y prefirieron esperar hasta el día siguiente para hacérnoslo saber. De este modo el grupo de seis sufrió su primera división y tres fueron con los pescadores y tres decidieron irse a emborrachar a otro hotel que tenía alberca.
Los que se emborracharon en el hotel se enojaron con los otros porque se fueron sin ellos, y los que se fueron a pescar, caracolitos de río y pescaditos, así como tomar cerveza a la orilla del río, se enojaron con los que se quedaron en el hotel con alberca porque no quisieron ir a la excursión. 
Quienes fuimos al río tuvimos un día largo lleno de sorpresas y emociones. Una vez en el río, resulta que los pescadores habían olvidado "algo" para el picnic y nos dijeron que tenían que regresar al pueblo. Nosotros, mientras tanto, pasaríamos la tarde nadando por al menos dos horas en las aguas cristalinas del río Chacamax, que también se conoce como Nututún. Chapoteamos bajo un sol intenso que nos doraba la piel, rodeados de magnolias, ceibas y amates, y seguramente vigilados por ojos furtivos de saraguatos. Mientras tanto, esperábamos eternamente, imaginando que los pescadores en realidad querían hacernos daño y que nos robarían lo poco que teníamos.
Pero finalmente regresaron. Traían tortillas, una salsa, frijoles y mezcal. En realidad eran tan buenas personas que se tomaron el tiempo suficiente para que pudiéramos disfrutar el picnic. Nos ensañaron cómo recolectar caracolitos mientras ellos se encargaban de los pescados. El picnic fue un éxito y la comida estuvo deliciosa. Platicamos un rato pero empezaba a oscurecer. Decidimos que era mejor regresar al pueblo porque no queríamos caminar por el largo camino de tierra que nos esperaba.
Como buenos (o malos) turistas, fuimos al picnic con huaraches, shorts y una camisetita, éramos tres, yo, una amiga y otro amigo. El regreso, emocionante elevó nuestros niveles de adrenalina. La noche se dejó caer rápidamente. El silencio relativo del bosque era interrumpido por los ruidos distantes de los monos aulladores. Caminamos en fila india siguiendo a los guías quienes de vez en cuando charlaban sobre animales silvestres que avivaban un miedo primitivo en nuestros corazones. A decir verdad yo estaba muy feliz y borracho para temer algo, pero mis compañeros me transmitían un poco de pánico de algo que desconocía y que quizá mi ingenuidad me impedía percibir.
Por aquí hay mucha nauyaca y esas no avisan, salen y te chingan. ¡No'mbre! Esas cuando te muerden ahí te quedas. Pero no se preocupen, aquí traigo un machete por si nos sale unadecía uno de los pescadores.
...Y yo acá traigo el harpón y una pistolita, también hay mucho saraguatosecundaba el otro.
Por su parte, mis compañeros, casi corrían por el sendero oscuro que daba al pueblo. En algún punto no se si temíamos que la nauyaca nos matara ahí mismo, o que en realidad el harpón, la pistolita y el machete eran armas que se usarían en nuestra contra para someternos, violar a la compañera, y a nosotros matarnos. Era un terror casi patológico. Yo corría para no quedarme atrás, y me reía por la situación porque me parecía divertida, pero a veces me pregunto mi risa era nerviosa ante la patente incertidumbre. Nunca lo sabremos porque al final nada pasó. Fue una suerte de terror psicológico al estilo del sabueso de los Baskerville. Es posible que ni los saraguatos ni las nauyacas estuvieran al acecho; es posible que encontramos a los pescadores más amigables del planeta y que nuestra actitud citadina sólo nos hizo preocuparnos en una situación de lo más tranquila y segura. Lo cierto es que, a pesar de nuestros miedos casi irracionales, de lo que menos temimos y sí nos causó una pena física que en lo particular duró casi unas semana, fueron los rayos del sol. Fue el sol y no los animales del bosque ni los pescadores el que nos chingó y abrasó la carne como si nos hubiera caído agua hirviendo.
Los efectos de las quemaduras se sintieron desde esa misma noche; la noche en que todos estábamos enojados. Un mismo grupo de amigos divididos por una estupidez. Recuerdo que incluso me enojé con un amigo cuando me dio una fuerte palmada en la espalda después de que le dijera que me dolía mucho porque me quemó el sol. Sentí que no me escuchó y que lo hizo a propósito, cuando en realidad quizá sólo estaba demasiado borracho para pensar en que me había lastimado. Quienes fuimos a pescar nos autodenominamos los "Tomatitos", porque sí, porque éramos una bola roja hinchada que sufría los efectos de una exposición prolongada al sol estando en aguas cristalinas.
Al final de esa noche, ya más relajados, logramos llegar a un acuerdo al día siguiente y fuimos juntos a la cascada de Misol Ha, y luego fuimos a Agua Azul.
No nos reconciliamos, cada facción disfrutó de forma independiente las cascadas. Al final del día, el único acuerdo grupal al que habíamos llegado era vernos a la salida de las cascadas de Agua Azul para tomar juntos el transporte de regreso a Palenque.
Lo que pasó a continuación cambió nuestra percepción del viaje por completo.
Agua Azul

Mientras esperábamos a que todos llegaran, a la salida del parque, a un lado del río, un grupo de amigos similar al nuestro que disfrutaban de la pequeña terraza aluvial que servía de lugar de reposo y admiración de las cascadas, súbitamente se habían vuelto locos. Gritaban cosas ininteligibles. A aproximadamente cien metros de distancia de donde estábamos, río abajo y en aguas más tranquilas, una mujer gritaba y movía los brazos histéricamente. Un par de hombres de la cooperativa del parque y que fungían como salvavidas, intentaron llegar a la mujer lo más rápido posible, al menos tan rápido como el río se los permitía que en esta parte consiste en una serie de pozas y pequeñas caídas que dificultan la movilidad a lo largo del río. Por fin llegaron y lo que vimos a continuación fue una segunda mujer que emergía de entre las pozas sujetada por los rescatistas. Si moverse libremente río abajo era difícil, hacerlo en pareja mientras se transporta un cuerpo inanimado río arriba parecía imposible. La imagen era surreal. A un lado de nosotros, el grupo de amigos: en evidente estado de shock, llorando o gritando casi sin control. A lo lejos, tres personas queriendo dejar el agua lo antes posible y una cuarta que se resbalaba de entre los brazos de los hombres que a tumbos intentaban no perderla con la corriente. Un escena que seguro no duró más de cinco minutos, pareció eterna. Por fin depositaron el cuerpo sin vida de la mujer a unos metros de donde estábamos y le pusieron una lona encima. La amiga que estaba con ella, más pálida que las blancas rocas que le dan a las cascadas ese tono azul turquesa tan particular, lloraba frenéticamente y tiritaba. Los amigos, sin dar cabida aun a lo que acababa de ocurrir, se abrazaban y lloraban inconsolables. Nosotros, como estúpidos espectadores, completamente mudos, reflexionando sobre la frágil y efímera que es la vida.
Con la poca información que obtuvimos y de lo que dedujimos, al parecer las amigas quisieron irse río abajo para tener privacidad y explorar las pocitas que hacen de pequeños jacuzzis, parece que estaban saltando de la orilla de las pozas hacia el agua y la que falleció parece que resbaló, se golpeó en la cabeza y cayó inconsciente, sin poder nadar y sin que su amiga pudiera ayudarla, murió ahogada.
Llegó el resto del grupo, les platicamos lo que pasó, y regresamos a Palenque sin decir una sola palabra. Ya en Palenque fuimos a un botanero llamado el Tapanco e hicimos la paz, y nos reconciliamos; juramos protegernos hasta que regresáramos a México. El gusto duraría menos de 10 horas durante las cuales fui acusado de secuestro mientras el primo de la secuestrada amenazaba con acuchillarme mientras me sujetaba del calzón y el pantalón;  la tía, que me había roto la camisa, amenazaba con rajarme el cuerpo con dos botellas rotas. Esa madrugada terminé en la cárcel testificando sobre los eventos que dieron lugar a todo el argüende. La muchacha en cuestión, que sólo había decidido regresar a su hotel mientras su tía y primo decídían buscarla, apareció en la comisaría como a las 4 de la mañana. A las 7, luego de casi tres días de espera, pasaría el colectivo por nosotros para llevarnos a la frontera. Uno hubiera pensado que después de todo problema con la familia de tabasqueños que me acusaron sin fundamento de secuestrar a su pariente todos recordaríamos las promesas de protegernos en el Tapanco, pero la verdad es que después de salir de la comisaria el grupo volvió a dividirse y por poco perdemos la oportunidad de ir a Tikal. Pero esta historia, que es parte de la misma historia quizá lo platique en otra ocasión.
____

Entonces sí, un pequeño error puede convertir un momento de felicidad, único y hermoso, en una tragedia mortífera. Pero yo aquí me refiero a una tragedia emocional que no toma vidas humanas, que no mata. Por decirlo de un modo, me refiero a una tragedia menor, que no por ser insignificante y no considerar llorarle a un muerto, no deja de ser dolorosa y llena de llanto.

Un cortocircuito en el continuo de una relación humana que nunca más será.

El epítome, el clímax, la cresta de la felicidad pasional se puede alcanzar tan rápido y tan estúpidamente y sin control, que una vez ahí arriba, gozando de la existencia, caemos. Es como si chocáramos como la ola del mar que se estrella entre los riscos de un litoral sin playa. La realidad golpea sin pestañear, y nosotros sólo vemos cómo se aproxima sin poder siquiera reaccionar. A las rocas las modela el agua, pero el viento las hace polvo. Es el placer de montar una ola sin miedo a caer lo que nos hace felices, pero caer de la ola es muy fácil, y morir atrapado por la corriente marina es aun más sencillo.

La felicidad acaba rápidamente por un momento de estupidez. La estupidez es una consecuencia de la felicidad. Uno pensaría que ser felices nos hace estúpidos.

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