Los arqueólogos solemos encontrar rastros de lo que la gente cultivaba hace miles de años: granos carbonizados, semillas chamuscadas, pedacitos de madera. En un estudio reciente liderado por Simone Riehl —en el que participé con análisis espaciales que dieron como resultado unas bonitas interpolaciones— analizamos más de 1,500 restos de uva y olivo del Levante y el norte de Mesopotamia, fechados entre la Edad del Bronce y la del Hierro. ¿El resultado? Que cuando el clima se ponía difícil y el agua escaseaba, las comunidades antiguas hicieron hasta lo imposible para que la vid sobreviviera. Es decir: antes se quedaban sin aceite que sin vino. El análisis isotópico mostró que las uvas recibían más cuidados e irrigación que los olivos. En otras palabras, había una clara prioridad cultural y económica: el vino no podía faltar, aunque hubiera sequía. Así que sí: parece que a nuestros ancestros les gustaba más asegurarse la borrachera colectiva que la ensalada bien aderezada. Y gracia...
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